domingo, 13 de febrero de 2011

Una Identidad Cambiante

LECTURAS HISTORIA Y MEMORIA por FRANK MOYA PONS

Periódicamente, los intelectuales dominicanos de la isla y de la diáspora reactivan el tema de la identidad nacional y abren nuevas discusiones sobre un tema que lleva ya más de medio siglo de debates.

Historiadores, antropólogos, lingüistas, sociólogos, sicólogos y hasta psiquiatras han escrito extensamente sobre este tema que preocupa tanto a los que habitan en la República Dominicana como a los que han emigrado y a los descendientes de los emigrantes dominicanos.

Desde hace más de treinta años las universidades y otros centros académicos vienen celebrando seminarios, simposios, tertulias, conversatorios y otros tipos de reuniones para discutir acerca de la identidad nacional dominicana. Casi siempre esas reuniones terminan en pocas conclusiones definitivas y dejan a los participantes preñados de inquietudes y nuevas ideas.

Recuerdo varias de esas reuniones celebradas tanto en el país como en los Estados Unidos, y recuerdo, asimismo, que en la mayoría de los casos los ponentes han buscado definir la identidad nacional a partir de la conciencia racial y de la composición étnica del pueblo dominicano, aunque algunos se han aventurado a especular acerca de las herencias culturales.

De estas herencias, algunos han enfatizado las raíces hispánicas argumentando que la lengua castellana y la religión católica importadas de España marcaron profundamente la conciencia nacional, y que esta se formó mucho antes de la dominación haitiana y, desde luego, muy anteriormente al surgimiento de la República Dominicana como entidad política independiente.

Muy pocos intelectuales y académicos objetaron esta posición o intentaron modificarla, con excepción de Guido Despradel Batista, quien en 1938 publicó un ensayo titulado "Las raíces de nuestro espíritu", en el cual intentó mostrar que la dominicanidad tenía que ser comprendida a partir de la fusión de tres componentes fundamentales, el español, el africano y el indígena.

Informalmente muchos dominicanos aceptaron la lógica y los argumentos de Despradel Batista, pero durante los treinta años siguientes la historiografía oficial continuó enfatizando los elementos hispánicos de la cultura e identidad dominicanas. Como muestras de esa historiografía podemos mencionar varios textos de Manuel Arturo Peña Batlle ("La Isla de la Tortuga", su prólogo a la obra de Antonio Valle Llano, "La Compañía de Jesús en Santo Domingo", su introducción de su propia antología de "Emiliano Tejera", y su prólogo a la obra "Antecedentes de la Anexión a España", de Emilio Rodríguez Demorizi), Joaquín Balaguer ("La realidad dominicana"), Flérida de Nolasco ("Vibraciones en el tiempo"), Emilio Rodríguez Demorizi ("Invasiones haitianas de 1801, 1805 y 1822"), Ángel de Rosario Pérez ("La exterminación añorada"), y otros.

A partir de la celebración del Primer Seminario sobre la presencia de África en Santo Domingo y las Antillas celebrado en la Universidad Autónoma de Santo Domingo en 1973, el tema de las influencias culturales africanas en la cultura e identidad dominicana cobró actualidad.

Un intento anterior de mostrar estas influencias en la formación nacional dominicana había sido hecho por Carlos Larrazábal Blanco cuando publicó su pequeña obra "Los negros y la esclavitud en Santo Domingo", en 1966. Posteriormente, en 1979, Franklin Franco ("Los negros, los mulatos y la nación dominicana"), y, en 1980, Carlos Esteban Deive ("La esclavitud del negro en Santo Domingo"), enfatizaron aun más la influencia de las culturas africanas en la formación nacional dominicana.

Más adelante, otros autores como Walter Cordero, Fradique Lizardo, Rubén Silié, Carlos Andújar, Silvio Torres-Saillant, Odalís Pérez, Josefina Záiter, entre muchos otros, han continuado elaborando nuevas tesis a partir de investigaciones folklóricas, antropológicas, históricas y sociológicas que, por su amplia difusión en los medios de comunicación, han contribuido a formar una nueva conciencia racial entre los dominicanos.

Esta ha sido una contribución parcial, sin embargo, porque paralelamente a la publicación de esas obras y a las discusiones académicas, el pueblo dominicano mismo se ha dado cuenta, por contraste, que su identidad racial dista mucho de lo que predicaban los intelectuales trujillistas. Ese contraste ha tenido dos vertientes.

Por un lado, la emigración dominicana masiva a los Estados Unidos, a partir de 1962, llevó a cientos de miles de personas que en su país se consideraban blancas o "indias" a descubrir que en aquel país los consideraban de otro color, de otra raza, esto es negros, y que social y políticamente los clasificaban como "no blancos", quedando muchos en un status indeterminado que, eventualmente muchos lograron resolver asimilándose a la categoría "hispano" o "latino", pero definitivamente "no blanco".

Hace ya más de treinta años descubrimos que los dominicanos, como sociedad, vinieron a descubrir su negritud en la diáspora, a través de la experiencia migratoria en los Estados Unidos, y que esta experiencia fue más influyente que los discursos intelectuales para contribuir a cambiar el sentido de la identidad nacional.

También descubrimos entonces que la identidad nacional es algo cambiante, que evoluciona con los tiempos y las circunstancias, y que los pueblos van incorporando nuevos rasgos a su auto-percepción nacional, racial y cultural según avanza el proceso histórico, o, dicho de otra manera, que no existe una identidad nacional congelada, inmutable y permanente, sino todo lo contrario.

Para muchos, entre ellos algunos folkloristas y algunos ultranacionalistas, de izquierda y de derecha, la noción de una identidad cambiante que se transforma según pasa el tiempo, aunque siga refiriéndose a un núcleo social que se identifica como único y distinto a los demás, es una noción subversiva pues algunos de estos folkloristas y nacionalistas, y hasta ideólogos políticos, hablan del pueblo dominicano como si hubiera existido siempre de la misma manera y no reparan en el hecho de que lo que la sociedad dominicana contemporánea es hoy ha sido el resultado de un proceso evolutivo que va dejando atrás rasgos que han dejado de ser funcionales.

Por ello, no es lo mismo el pueblo "dominicano" de 1780, que el de 1824. Tampoco es el mismo pueblo aquel que vivió en 1838 o 1844 que el de 1866, después de la Guerra de la Restauración, para nada más mencionar algunas transiciones entre los siglos XVIII y XIX. De la misma manera, no podemos sostener que los dominicanos de principios del siglo XX fueran los mismos, culturalmente hablando, que los de 1962, después de haber experimentado treinta años de dictadura totalitaria.

Mucho menos podemos afirmar que los dominicanos de hoy, luego de casi medio siglo de luchas democráticas, sean los mismos que los que vivieron el derrocamiento de la dictadura en 1961. Sin dejar de ser el "mismo" pueblo dominicano, somos, sin embargo, sociedades distintas.

El dominicano de hoy ha internalizado experiencias migratorias que lo han marcado definitivamente y lo diferencian profundamente del dominicano de 1960. La misma experiencia de haber participado, de un modo o de otro, en la construcción de una sociedad más abierta y democrática, hace del dominicano de hoy un ser con una conciencia social muy distinta de la que tenían los ciudadanos hace cincuenta años. ¿No es así?

En la mayoría de los

casos los ponentes han

buscado definir la

identidad nacional

a partir de la

conciencia racial y de la

composición étnica del

pueblo dominicano,

aunque algunos se han

aventurado a especular

acerca de las herencias

culturales.

De Frank Moya Pons

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