(Escrito un año después de la caída de las torres gemelas)
Un año después, todos somos aún capaces de recordar exactamente dónde estábamos y lo que hacíamos aquella tarde. Yo me encontraba en Munich, a punto de ir a la librería donde me esperaba una tarde de autógrafos, cuando la representante de mi editorial golpeó la puerta de mi cuarto:- ¡Encienda el televisor! ¡Urgente!
En todos los canales la escena era la misma: una torre del World Trade Center ya en llamas, el otro avión aproximándose, nuevo incendio y el colapso de los dos edificios. La calamidad del día 11 de septiembre del 2001, un día del cual nadie olvidará dónde, cómo y con quién estaba cuando el ataque terrorista sucedió.
Es siempre muy difícil aceptar que una tragedia pueda, de alguna manera, traer resultados positivos. Cuando vimos, horrorizados, lo que más parecía ser una película de ciencia ficción - las torres derrumbándose y arrastrando en su caída a miles de personas - tuvimos dos sensaciones inmediatas: la primera, un sentimiento de impotencia y terror ante lo que estaba pasando. La segunda sensación: el mundo nunca más sería el mismo.
Fue con estos sentimientos en el alma que apagué el televisor y me dirigí hasta la librería donde -supuestamente- debía tener lugar la tarde de autógrafos. Estaba seguro de que no aparecería nadie, ya que las próximas horas se pasarían buscando razones, noticias, detalles.
Crucé las calles desiertas de Munich; aunque eran las cuatro de la tarde, la gente se había aglomerado en los bares que tenían encendidas radios y televisores, procurando convencerse a sí mismas de que todo aquello era una especie de sueño del cual se despertarían tarde o temprano, comentando con sus amigos que a veces la raza humana está sujeta a pesadillas que acostumbran a ser muy parecidas.
Al llegar allí encontré, para mi sorpresa, que centenares de lectores me esperaban. No conversaban, no decían nada, era un silencio que venía desde el fondo del alma, vacío de significados.
Poco a poco entendí qué hacían allí: en momentos como este es bueno estar junto a otros, porque no se sabe qué puede suceder de ahí en adelante. Poco a poco, todos nos dábamos cuenta de que aquello no era una pesadilla, sino algo real y palpable que, a partir de entonces, formaría parte de la historia de nuestra civilización.Es sobre eso que me gustaría escribir.
El mundo no volverá a ser el mismo, es verdad, pero pasado ya un año de aquella tarde, ¿quedará aún la sensación de que todas aquellas personas murieron en vano? ¿O es que podía encontrarse alguna cosa, además de muerte, polvo y acero retorcido, bajo los escombros del World Trade Center?
Creo que todo ser humano, en algún momento, termina por ver cruzar una tragedia por su vida: podría ser la destrucción de una ciudad, la muerte de un hijo, una acusación sin pruebas, una enfermedad que aparece sin aviso y trae invalidez permanente.
La vida es un riesgo constante, y quien se olvida de eso jamás estará preparado para los desafíos del destino. Cuando estamos ante el inevitable dolor que cruza nuestro camino, entonces estamos obligados a buscar un sentido para lo que está sucediendo.Por mejores que seamos, por más correctamente que procuremos vivir nuestras vidas, las tragedias ocurren.
Podemos culpar a otros, procurar justificaciones, imaginar cuán diferentes hubieran sido nuestras vidas sin ellas. Pero nada de esto tiene importancia: han ocurrido y basta. A partir de allí, lo que se hace necesario es rever nuestra propia vida, superar el miedo y comenzar el proceso de reconstrucción.
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