AFPUnidos por la desgracia, se cuentan sus historias que en el fondo son una sola: la casa se hundió bajo sus pies. | REUTERS
Sin premeditarlo, miles y miles de personas sin hogar se reunieron desde el martes por la noche en la conocida avenida de los Campos de Marte de Puerto Príncipe, cuyas plazas y jardines se vieron inundadas por un hormiguero de familias a la espera de ayuda.
Unidos por la desgracia, se cuentan sus historias que en el fondo son una sola: la casa se hundió bajo sus pies, una parte de la familia salvó la vida de milagro y dejando atrás a algunos de sus seres queridos vinieron a los Campos de Marte con lo puesto. Así el tiempo parece pasar más rápido.
Con la ayuda de sus hermanos, este joven estudiante de 21 años saqueó un supermercado para conseguir arroz y agua y lo raciona con esmero ante la mirada envidiosa de otras familias, que por segunda noche consecutiva no tendrán qué cenar.
"En más de 24 horas, nadie, ni la ONU ni ninguna autoridad vino a darnos un vaso de agua", protesta a su lado Clement, funcionario público.
La avenida huele intensamente a polvo y orina y con las horas y el intenso calor, la situación sólo empeora. Algunos han bebido hasta la sucia agua de las fuentes públicas.
"Tenemos un gran peso en el alma. No sabemos qué decirles a nuestros hijos sobre qué pasara mañana", afirma Marie Denise, madre de cuatro niños.
"No se han habilitado campamentos porque la ayuda tarda en llegar y nos da miedo dormir en casas semiderruídas. Si empezara a llover, esto sería terrible. No tendríamos realmente dónde refugiarnos", afirma Clarisse, enfermera de 30 años.
El gobierno calcula que unas 100.000 personas pudieron morir en el terremoto de 7.0 grados en la escala Richter ocurrido el martes y el número de damnificados sería varias veces superior.
La comunidad internacional ha acudido a la ayuda de Haití y los primeros aviones con equipos de rescate, alimentos y medicamentos llegaron el miércoles a Puerto Príncipe.
Miles de personas yacen aún bajo los escombros, que bloquean numerosas calles del centro de la ciudad.
"No hay Estado para ayudarnos", repite Laurent, un universitario de 22 años, señalando frente a él el Palacio Nacional y las sedes de los ministerios, todos ellos derrumbados por el sismo.
Sentados en sillas rescatadas de entre las ruinas un grupo de ancianos ni siquiera tiene ánimo para conversar y mantiene la mirada perdida en la multitud que crece y crece conforme pasan las horas.
"Cuando uno ve tantos niños muertos piensa que el destino se ha equivocado con uno. Era más bien nuestro turno", dice finalmente Fortune Mynusse, de 75 años.


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