JORGE CASTAÑEDA
Nadie sabe cuánto tiempo se va a prolongar la zarzuela y el sainete hondureños, ni mucho menos cuál será su desenlace. Si bien en los últimos días se han producido algunos acontecimientos alentadores -una especie de aceptación por el Ejército de Honduras del llamado Plan Arias, y una especie de anuencia del presidente de facto, Micheletti, de permitir el retorno del depuesto Manuel Zelaya bajo condiciones de consignación y amnistía-, siguen prevaleciendo demasiados imponderables.
Entre ellos destacan adivinar hasta dónde se encuentren dispuestos Zelaya y sus patrocinadores cubanos, venezolanos y nicaragüenses (en ese orden) en su intento de volver al poder, por la fuerza, si es necesario; cuánto aguantará la sociedad hondureña la presión externa y las sanciones económicas tácitas y por el momento menores, impuestas por la comunidad internacional; y quizás -y he aquí la clave- si Micheletti, los militares, el Congreso y la Suprema Corte hondureña pueden celebrar elecciones, de manera unilateral, es decir, sin acuerdo con Zelaya y los países del Alba (Cuba, Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia), y anticipada (es decir previas a la fecha programada del 29 de noviembre) bajo supervisión internacional.
Es cierto que los albos han denostado el esfuerzo conciliador del presidente costarricense, y que los demás latinoamericanos se han alineado en buena medida con Chávez; pero también es cierto que la tesis según la cual un gobierno ilegítimo no puede organizar elecciones legítimas se antoja absurda. En ese caso, todas las transiciones a la democracia de los últimos 40 años, empezando por la española en 1977, la chilena de 1989, la polaca en 1989, y la surafricana en 1994 jamás hubieran tenido lugar.
Ahora bien, a menos que en los próximos días surja una salida, es posible que la próxima gran oportunidad para resolver la crisis centroamericana se produzca en la Cumbre Trilateral de México, Estados Unidos y Canadá, a realizarse en Guadalajara el 9 y 10 de agosto. Los presidentes Calderón y Obama junto con el primer ministro Harper podrían en esa ocasión centrarse en el tema de Honduras, ya que no tienen muchas más cosas novedosas de qué hablar en vista de sus recientes encuentros en México, en Washington, en Trinidad y Tobago y en L'Aguila. Le brindarían un gran servicio a América Latina.
Podrían definir una posición común distinta de la del resto del hemisferio, rectificando así el tropiezo en el que incurrieron hace poco más de un mes en varias reuniones de la OEA y del llamado Grupo de Río. Allí, los tres -y todos sus colegas latinoamericanos- se alinearon
con Hugo Chávez, con Daniel Ortega de Nicaragua, con Rafael Correa de Ecuador, con Evo Morales de Bolivia y con Fernando Lugo de Paraguay. Lo cual carece de sentido: México, Estados Unidos y Canadá, si es que México lo entiende, no tienen nada que ver con el Alba, pero tampoco pueden arrastrar a las auténticas democracias amigas del Alba, como Brasil, Chile, Uruguay, a una posición distinta de la de Chávez. Entonces, o bien se suman al caudillo de Caracas, o adoptan una posición propia.
Esa posición propia debiera empezar, por supuesto, con una condena categórica y un rechazo inapelable al golpe de Estado que derrocó a Zelaya el 28 de junio, para luego superar este punto de partida indeclinable de tres maneras diferentes. La primera consistiría en pronunciarse sobre las causas del golpe, sin limitarse a la jerga diplomática consagrada -y cantinflesca- de siempre. De este modo sentarían un precedente para otras crisis y para otros países: hubo un golpe, ello es inaceptable, pero no se produjo en un vacío. Ocurrió debido a la polarización de la sociedad hondureña generada por el alineamiento de Zelaya con Chávez, los cubanos y los nicaragüenses, y por su evidente propósito de perpetuarse en el poder a través de las mismas estrategias empleadas por Chávez, Correa y Morales, y anunciada por Daniel Ortega hace unos días. Explicar, y opinar sobre los orígenes de los hechos, no equivale a una intervención para prevenir.
En segundo término, los tres gobiernos de América del Norte podrían reafirmar su compromiso con la Carta Democrática Latinoamericana, firmada por todos los gobiernos de la región, con excepción de Cuba, en Lima el 11 de septiembre del 2001 (incluyendo de parte de México, por el que escribe) que ha sido invocada repetidamente durante la crisis hondureña. Podrían enfatizar que dicha carta debe aplicarse urbi et orbi en toda América Latina, todo el tiempo, y no sólo cuando a un grupo de países le desagraden un grupo de acontecimientos. En su artículo 19, la Carta afirma: "la ruptura del orden democrático o una alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático en un Estado miembro constituye, mientras persista, un obstáculo insuperable para la participación de su gobierno (en la OEA)".
Esto se aplica sin duda al golpe de Estado en Honduras, pero también al fraude electoral en Nicaragua, "al golpe" contra el alcalde mayor de Caracas, Antonio Ledesma, y a la represión en Bolivia; a los presidentes derrocados por militares, como Zelaya, pero también a aquellos tumbados por la calle: Fernando De la Rúa en Argentina, en 2001, Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa en Bolivia, en 2003 y 2005 respectivamente, y al ecuatoriano Lucio Gutiérrez, en 2005.
Si se concluye que la redacción de la carta resulta ambigua en este capítulo, ya que en el 2001 quizás la única manera de lograr un consenso fue a través del recurso a formulaciones excesivamente generales, entonces los tres gobiernos deberían proponer la creación de un grupo de trabajo de la OEA para revisar la Carta y poner los puntos sobre las íes.
Por último, los mandatarios de América del Norte podrían aprovechar la oportunidad para abordar de frente el espinoso tema de las sanciones económicas. Se trata del mismo debate que ha emergido en tiempos recientes en torno a Irán y Corea del Norte, sobre Cuba y Suráfrica en tiempos menos recientes, y que se antoja casi irresoluble en abstracto.
La OEA, los venezolanos y ¡Oh, paradoja! hasta La Habana han exigido la aplicación de sanciones comerciales contra el Gobierno de facto de Micheletti (pero la revista The Economist lo ha hecho también) y a su vez, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Unión Europea, la Agencia de Ayuda los Estados Unidos y el Banco Mundial todos han suspendido provisionalmente su ayuda a uno de los tres países más pobres de América Latina.
Existen muy buenas razones para pugnar por la aplicación de sanciones económicas a Honduras; y lo que es más, en contraste con los ejemplos mencionados, pueden dar resultado. Pero sólo son admisibles si se establecen líneas directrices muy claras en cuanto a su duración, su aplicación a otros casos, y el compromiso muy firme, por lo menos de las partes que puedan imponerlas en los hechos, de recurrir a medidas semejantes en situaciones semejantes.
De lo contrario, las sanciones sólo contribuirían a agravar el desorden hondureño; serían vistas, con algo de razón, como una concesión a Chávez y a los cubanos, poniendo en evidencia a Obama, a Calderón y a Harper, pero también a los demás dirigentes democráticos de la región como Lula y Michelle Bachelet, como simples comparsas de Chávez en su mera oposición al golpe, con una dependencia de sus causas, sus consecuencias y los precedentes que su postura pueda sentar.
Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.
viernes, 7 de agosto de 2009
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