
Santo Domingo.-Entre nueve y diez de la mañana llegan Carlos y Marcos al puente de la Máximo Gómez. Sentados en sus muros con pena y tristeza, así se perciben sus rostros marcados con legañas.
Son dos niños descalzos con la ropa y el cuerpo sucios, con el sol castigando sus caras y, a pesar de ello, desnuda su ingenuidad extrema. “Somos ocho hermanos. El más grande tiene 14 años de edad. Yo tengo 11 y Carlos 10”, dice Marcos. Los demás hermanos, comenta, tienen entre 7 y 8 años.
Mientras estos pequeños se dedican a pedir limosnas en el puente, su madre está en el semáforo de la Gómez haciendo lo mismo. El padre está en casa postrado por una hernia y, según sus chicos, “él no puede moverse para trabajar”.
Residen en un sector llamado “Castillo”, en el cual se retrata la miseria en su máxima potencia.
Ni Carlos ni Marcos han elegido este camino. Expresan que no quisieran estar en las calles pero deben ayudar a su madre en “el trabajo”. “De cuando en vez visitamos una casa del sector donde vivimos y estudiamos un poco pero no asistimos a ninguna escuela”, dice Carlos con la mirada clavada en el pavimento. Los niños expresan que cada uno gana 100 pesos al día. “Pedimos un peso a todo el que pasa. La gente nos ayuda”, confiesa Marcos, al tiempo que tapa su rostro para evitar ser maltratado por el sol candente.
Estos infantes son víctimas de la pobreza extrema. “Comemos lo que podemos, para lo que nos alcance, a veces no lo hacemos”, dice Carlos con los ojos llorosos.
Es posible que sus estómagos no siempre estén vacíos, pero a pesar de ello sus cuerpos dibujan la viva imagen de la desnutrición.
Carlos tiene los cabellos cobrizos y lacios, lo cual le pinta un bello físico. Sin embargo, estudios de nutrición determinan que ese tipo de color de pelo en niños callejeros demuestra un signo de carencia por la falta de vitaminas adecuadas. Estos niños que vagan por las calles de la ciudad tienen sueños.
Ellos aman su presente pero anhelan un futuro diferente. Y no es que amen esa vida de escasez. Sino que en las calles son ellos mismos, tienen la libertad de hacer lo que quieran y cuando quieran, sin nadie que les diga que tal o cual cosa no es correcta.
Jornada
“Ellos vienen todos los días, sólo dejan de venir cuando el padre empeora o algo sucede en casa. Maritza es el nombre de su madre”, asegura Chachito, vendedor de forros para celulares en la Máximo Gómez con 27 de Febrero.
Una semana después, LISTÍN DIARIO regresó a esta avenida, donde encontró a una mujer que dice tener 35 años de edad, pero que aparenta tener más de 50. Su aspecto es el reflejo de la triste vida que le ha tocado emprender.
Dientes quebrantados por la falta de higiene, olor desagradable y vestimenta sucia, describen la apariencia física de Maritza. “Ah, usted fue que vino a buscarme hace unos días. Lo que sucede es que he estado llevando a mi esposo al Moscoso Puello, me lo están dejando morir allí. No tengo ayuda para nada, mi padre está en silla de ruedas y mi madre murió hace unos años. No tengo qué darle de comer a mis hijos”, dice con las manos en la cabeza la pobre mujer.
Piernas temblorosas y manos arrugadas se perciben mientras la señora relata su historia.
“Nosotros vivimos en un ranchito donde no se sabe cuando llueve ni cuando sale el sol, pues todos los días sufrimos, ya sea de calor o por el frío de la lluvia. Lo peor es que no puedo venderlo, es lo único que tengo. Necesitamos dinero para sobrevivir, mi esposo muere por enfermedad, nosotros de miseria”, cuenta Maritza. En ese momento por su rostro rueda una lágrima que surca la cicatriz que se dibuja en su rostro.
La existencia de sus pequeñines se retrata en sus enjutos cuerpecitos: ojos amarillentos, manos desgastadas y pies ennegrecidos por el sucio son algunas de las características que se ven.
“Si mañana no estamos aquí, lo estaremos pronto. Ojalá pueda volver alegre si no lo estaré muerta. Mi esposo será operado en el fango”, expresa tapando sus ojos con un pedazo de cartón.
A las cinco de las tarde termina la jornada de Marcos y Carlos, se les ve irse somnolientos, tal vez porque la noche anterior terminó muy tarde o porque la agitación laboral los hizo sucumbir. Así regresan ellos a un “refugio” donde no tienen ni siquiera cómo hacer realidad sus sueños rotos.
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