La Semana Santa es uno de los mayores privilegios religiosos y culturales que nos podemos permitir.
Tenemos en primer lugar su inamovible sentido religioso, que ha vencido el paso de los siglos, de los cismas y de las guerras manteniéndose incólume. El mensaje es diáfano: el fundador y fundamento del cristianismo, Cristo, siendo inocente, para librar al hombre del pecado acepta cargar con los pecados de todos los hombres, y recibir el castigo que esos pecados merecen: la muerte del esclavo, con ignominia. Es el misterio de la Redención.
No perdamos de vista esta referencia, que es la clave de muchas cosas que o no se entienden, o se entienden mal.
Los ritos de la iglesia nos recuerdan paso a paso la Pasión y Muerte de Cristo. ¿Y qué nos recuerdan los otros pasos, los de la calle, densos de silencio?
Nos recuerdan especialmente la pasión del hombre, su dolor y su ignominia, que se dramatizan de manera intensísima en las procesiones de las hermandades y cofradías de penitentes.
Con un fenómeno religioso singular: el “Refugium peccatorum”, la “Consolatrix afflictorum”, la Madre de Dios, la Dolorosa, la Virgen de las Angustias asociada al dolor de su Hijo.
La Madre Dolorosa llena las calles con su dolor, mientras en la liturgia de la iglesia no hay lugar para ella estos días. Ni siquiera el bellísimo himno “Stabat Mater Dolorosa” tiene su lugar en la liturgia.
¿Qué pasa en la calle? ¿Por qué hay tanta distancia entre la Semana Santa de la calle y la de la iglesia?
EL ALMANAQUE bucea en las profundidades de estos ritos en busca de respuestas a tantas preguntas. Juntamos palabras que sorprendentemente se habían alejado de la Semana Santa, y sin embargo son su clave: penitencia, perdón, indulgencia, purgatorio. Todas ellas gravitan sobre los ritos callejeros de la Semana Santa, sobre las celebraciones más plebeyas.
SEMANA SANTA, LA SEMANA DE LOS PENITENTES
Les propongo una clave para penetrar en el alma y en las entrañas de la más folklórica Semana Santa: es el gran momento de los penitentes: para que se entienda mejor, de los que cumplían pena canónica por haber cometido pecados severamente castigados por la iglesia. Las penas, severísimas, se contaban por días; de ahí que las indulgencias (los perdones) se contasen también por días. Y también de ahí que grandes masas de cristianos se desplazasen en largas peregrinaciones a los lugares de indulgencia, a los lugares del perdón, porque el sacrificio valía la pena, ya que con él se redimía.
Pero tal como las peregrinaciones eran una especie de salida de emergencia en la institución de la penitencia, la SEMANA SANTA formaba parte esencial de la institución penitenciaria de la iglesia y de su ritual penitenciario y de redención de penas, con sus cuatro estaciones. niveles o estados de penitencia; porque era el momento litúrgico para que los penitentes mostrasen públicamente su arrepentimiento e implorasen el perdón de Dios y de la iglesia, de la que eran rechazados. Fueron ellos los que, inmersos ya en la penitencia, arrastraron a ella a toda la iglesia, que para purgar una vez al año y de oficio los pecados de omisión (que los de acción ya se castigaban explícitamente) instituyó la Cuaresma como prolongación de la Semana Santa.
En clave penitencial, que podríamos llamar también penitenciaria sin torcer ni un ápice el sentido de la historia, hemos de interpretar muchas de las manifestaciones de sacrificio y de dura penitencia que presenta la Semana Santo a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo. La SEMANA SANTA se hizo para la penitencia y se la apropiaron en cierta manera los penitentes. Es en muchos pueblos una estremecedora manifestación de penitencia nacida de una antigua obligación. Los penitentes estaban obligados a hacer pública ostentación de su arrepentimiento. Martyrium poenitentiae llamaban ya en el siglo V a la penitencia pública, porque era en efecto el testimonio público (que eso significa en griego marturion (martúrion)) del arrepentimiento, al que se le reconocía valor en el cielo y en el código canónico.
Es esencial resaltar el carácter paralitúrgico de estas manifestaciones de pública penitencia, que tiene como primera connotación el hecho de que no se desarrollen en la iglesia, sino en la calle; que no haya en ellas ni sombra de la iglesia “oficial” y litúrgica; que no tengan lugar en ellas ni las oraciones de la iglesia, ni sus cantos, ni sus bendiciones siquiera. Eso es así porque los penitentes eran proscritos: nada menos que en el siglo IV tenemos en Fabiola, luego santa por la vida edificante que llevó, el primer prototipo de la penitente. Vestía de saco para dar público testimonio de su error, el día antes de Pascua (aún no se había instituido la Semana Santa), en la basílica de Letrán, estaba en el lugar de los penitentes con el vestido andrajoso, la cabeza desnuda, la boca cerrada. No entró en la iglesia del Señor, sino que ahí estaba separada, para que aquella a la que el sacerdote había expulsado, ese mismo la llamara de nuevo… Murió Fabiola hacia el año 400. No estaba instituida la SEMANA SANTA, pero ahí estaban ya los penitentes, fuera del templo, multiplicando las penitencias públicas que darían lugar a singulares procesiones penitenciales.
LA SEMANA DE LOS PROSCRITOS
La iglesia siempre ha tenido problemas con las celebraciones paralitúrgicas de la Semana Santa. En la medida en que le ha sido posible ha luchado contra ellas, porque son expresión de una religiosidad totalmente descarriada, con no pocos caracteres paganizantes; pero probablemente la razón más poderosa de esa oposición haya sido la dura competencia que estas celebraciones le han hecho a la liturgia oficial de la iglesia, de una gran densidad de contenido (en ningún otro tiempo litúrgico se da tal abundancia de lecturas, de salmos, de antífonas, de oraciones) y que tienen en su larga duración un cierto carácter penitencial.
Pero no es tanto la detracción de fieles a los ritos oficiales, como la desviación de la religiosidad de éstos hacia formas espontáneas que escapan al control de la iglesia y caen fácilmente en la heterodoxia y la superstición, lo que preocupa a la jerarquía eclesiástica. El hecho cierto es que allí donde la calle ofrece liturgias paralelas, éstas despiertan en los fieles un entusiasmo y un fervor con el que nunca ha contado la liturgia oficial.
¿Qué tiene de especial la SEMANA SANTA de la calle para tirar mucho más fuerte que la de la iglesia? Tiene en primer lugar que es la expulsada de la iglesia, aquella a la que no se deja pasar más allá del atrio, la de los pecadores y proscritos, la de los penitentes. Obsérvese que en la liturgia oficial no hay ningún rito de penitencia ni tan siquiera simbólico, porque los pecadores habían sido separados de la comunidad para no contaminarla, y no podían traspasar más allá del atrio de la iglesia, desde el que oían las lecturas y los sermones, teniendo que retirarse después de esta parte de la misa.
Y precisamente por eso, porque eran pecadores confesos y convictos, estaban obligados a pública penitencia. Los “penitenciales” eran los libros en que se detallaban las penas (penitencias en lenguaje eclesiástico) que se debían imponer por cada pecado, el modo de cumplirlas y los ritos de reintegración a la comunidad de la iglesia. Añadido a la penitencia propiamente dicha estaba
El oprobio de la exhibición pública de la condición de pecador. El penitente debía recorrer cuatro estaciones o estados de penitencia que le conducían al perdón. La duración de cada una de ellas venía determinada en la misma penitencia. La primera estación era el llanto: el penitente debía estar de pie en la puerta de la iglesia, a imagen y semejanza de los mendigos, suplicando a los fieles que entraban en misa que rogasen por él, porque al pecador le estaba prohibida la oración. Por eso, cuando luego hagan procesiones, no habrá en ellas oraciones. La siguiente estación es la audición de la Palabra desde el pórtico. La siguiente, es la entrada en la iglesia pero desde el nivel más bajo o sumisión. En efecto, antes de empezar la misa propiamente dicha, tenía que salir con los catecúmenos. La cuarta estación es la congregación, es decir la admisión con los demás fieles. Y como culminación de todo el proceso, al ser admitido el penitente a la comunión, quedaba definitivamente libre de la culpa y de la pena. Pues bien, para estos tales la SEMANA SANTA era el momento culminante y solemne de la penitencia, de su exhibición pública y de su salto de una estación a otra, hasta llegar al perdón, llamado también indulgencia.
LA GRAN SEMANA DE PENITENCIA
Miren qué sencillo: las carrozas y cabalgatas de Reyes y Carnaval van desde siempre sobre ruedas y tiradas por caballerías (y en la era de la automoción, por motores); los PASOS de Semana Santa, en cambio, nunca fueron ni irán sobre ruedas, porque ese día las procesiones se convertirían en cabalgatas y serían la continuación del carnaval.
Las procesiones de Semana Santa son inconfundibles porque las anima un espíritu particular: el de la penitencia. Y eso no cambia. Penitentes son los que hacen la procesión, penitentes sobre todo los costaleros que cargan con el paso a cuestas, pese lo que pese. Pero no lo cargan y lo trasladan sin más: lo más impresionante son los andares que le imprimen al paso. Lo fascinante es el alma que sacan desde el capataz al último costalero, que se percibe majestuosa y nítida en el porte del paso.
Es que sin penitencia, las auténticas procesiones de Semana Santa pierden todo su sentido. Por no haber, ni tan siquiera oración hay en ellas, porque al penitente le cortaba la iglesia la comunicación con Dios. Al caer en pecado grave, hasta de ese derecho era despojado. Tenía que pararse a la puerta de la iglesia pidiéndoles a los cristianos que entraban, la limosna de una oración por él, para implorar el perdón de Dios y de su representante el obispo, que tenía que juzgar sobre la sinceridad del arrepentimiento y el fiel cumplimiento de la penitencia impuesta, mucho más dura que la que se impone hoy en los centros penitenciarios civiles. Las procesiones de Semana Santa no son, pues, de oración ni de rogativas como las que hace la iglesia, sino únicamente actos de penitencia hechos por penitentes.
De ahí que el silencio sea otro de los caracteres distintivos de la SEMANA SANTA de la calle: ni oraciones ni cánticos, que eso implicaría estar en comunión con la iglesia, sino tan sólo pública exhibición de la condición de penitentes y en muchos lugares todavía, durísimos actos de penitencia, desde andar descalzo o hacer toda la procesión de rodillas o andar arrastrando grilletes y cadenas en los pies (esas eran las “cárceles” propiamente dichas), hasta flagelarse.
Es que la iglesia consideraba acertadamente que quien pecaba le hacía un gran daño a toda la comunidad, porque con el mal ejemplo la inducía a pecar o por lo menos la obligaba a vivir en un ambiente de pecado y a transigir con él. Por eso era esencial desagraviar a la comunidad y mantenerla en el buen camino convirtiendo a los pecadores en penitentes y obligando a que si había llegado a los ojos y a los oídos de la comunidad el pecado, fueran testigos también de la penitencia.
De tal modo prevalecieron la fe y la sinceridad en los penitentes, que llegaron a sublimar su penitencia, convirtiéndola en la bellísima y conmovedora manifestación de penitencia que fue y sigue siendo la SEMANA SANTA de la calle, del pueblo, incluso en tiempos que no se caracterizan por la mala conciencia y por el consiguiente arrepentimiento.
OBJETIVO, LA CONTRICIÓN
La justicia moderna basada en la reinserción de los condenados a vivir en régimen penitenciario, es de inspiración cristiana, de cuando se administraban los estados como teocracias y la iglesia tenía el ministerio de justicia, que fue sobre todo de penitencia, de castigo, y por eso se quedó con este nombre y hasta le dio carácter de sacramento. Pero es que también coincide en el nombre el sistema penitenciario civil, que proclama junto a su intención punitiva, la rehabilitadora del preso, que en pura consecuencia léxica debería llamarse (seguir llamándose) penitente. Lo que varía de todos modos entre los regímenes penitenciarios eclesiástico y civil, son los métodos de reinserción.
Cuando la penitencia no era aún sacramento propiamente dicho, sino más bien institución administrativa de la iglesia con carácter mixto (temporal y espiritual), la sustancia de la justicia no estaba en el juicio, puesto que al perseguirse en los pecados más el escándalo que el propio pecado, éste era ya de dominio público y el juicio era sustituido por la confesión. Y no porque se necesitase objetivamente, sino porque humillarse y reconocer públicamente el pecado, es decir la maldad de esa conducta, era el primer paso hacia el arrepentimiento, es decir de penitencia. Se partía del supuesto de la buena fe y del interés en pertenecer a la comunidad sujetándose a sus reglas. Por eso la reparación del escándalo exhibiendo públicamente la penitencia era parte inseparable de la misma. Se trataba sobre todo de que no se escandalizase al pueblo de Dios, de que la conducta de los cristianos no constituyera nunca una incitación a la relajación de las costumbres.
Hay que pensar que el cristianismo estaba construyendo un nuevo modelo de hombre sobre las ruinas del modelo romano y pagano; y que una obra así sólo es posible con acciones muy enérgicas, con una severa vigilancia sobre las conductas para que no deriven hacia el modelo del que se está huyendo. La severidad y el rigor es una característica de todas las revoluciones (como una profunda revolución humana hay que mirar el cristianismo). Si a esto añadimos la sensibilidad de la época en que este cambio se produce, el cuadro resultante será de una crueldad exacerbada comparando con nuestro actual concepto de justicia; pero de una benignidad evangélica, si tomamos como referente la clase de justicia que aplicaban los romanos a los esclavos, a los extranjeros, a los pobres; que esos eran los destinatarios preferentes de la buena nueva, es decir del cristianismo.
¿Qué pretendía la penitencia cristiana? Pretendía, claro está, la reinserción del pecador: pero no a base de buenas palabras ni de paños calientes, sino mediante una auténtica regeneración a través del sufrimiento, destruyendo la personalidad pecadora. Había que machacar, literalmente machacar (y por supuesto humillar) al pecador. Esa era la contrición. Eso formaba parte del programa de reinserción del penitente. Algo de eso nos recuerdan algunas penitencias extremas que vemos a lo ancho del mundo en las celebraciones populares de la SEMANA SANTA. Luego vinieron otras formas de contrición: “Del desprecio de sí mismo y de la imitación de Cristo” se titula el Kempis, el gran libro de la espiritualidad cristiana durante siglos. Eso es contrición.
DEL PODER TEMPORAL AL PODER ESPIRITUAL
La contemplación de los estados islámicos (Irán es un ejemplo, y Afganistán ha sido otro hasta hace poco) nos da una idea aproximada de lo que fueron los reinos cristianos mientras estuvieron sometidos a la suprema autoridad civil del papa, cuyo poder alcanzaba hasta poner y deponer reyes. Desde el momento en que el poder temporal estaba por debajo del poder espiritual y sometido por tanto a él, era obvio que la iglesia dirigía las conductas no sólo en el ámbito de la conciencia, sino también en los de la política, el derecho y demás relaciones humanas.
Pensemos por otra parte en el gran número de estados y territorios autónomos que gobernaba directamente la iglesia a través de sus príncipes, empezando por el papa y continuando por los abades y obispos. Los estados pontificios (de los que el Estado Vaticano es la última brizna), los principados, condados, etc. en los que tenían jurisdicción exclusiva los abades y obispos por ser territorios de la respectiva corona, funcionaban como estados soberanos en los que no había más justicia que la del propio príncipe que, al ser eclesiástico, era la justicia de la iglesia, la canónica. Y con ser una justicia cruel y severa, pues se ajustaba a los parámetros de la época, aventajaba en mucho a la de territorios en que gobernaban príncipes laicos, que al tener un poder tan absoluto, caían fácilmente en la tiranía.
Hay que recordar por otra parte que los monasterios se erigieron como modelo de sociedad dirigente caracterizada por la comunidad de bienes, al servicio de la cual instituyeron el celibato. Los nobles (los segundones) que aportaban sus bienes al monasterio constituían el clero; y los que aportaban su trabajo eran los legos. Pues bien, mantener la disciplina en los monasterios, muy poblados algunos de ellos, no era tarea fácil. Hubo que inventar las disciplinas para mantener la disciplina, y hubo que dotar de cárcel a cada monasterio. Así de duras eran las cosas.
Pues bien, es el estilo de la primitiva administración de justicia de la iglesia (a un tiempo civil y eclesiástica) el que se aplica a los monasterios; y es el modelo monástico el que se aplica a la sociedad civil
PENITENCIA GENERAL
Hemos de volver a los orígenes para entender cómo se hizo la SEMANA SANTA, en un principio de preparación para la mayor solemnidad del año: la Pascua de Resurrección; cómo se prolongó esta preparación con la Cuaresma, y cómo se extendió la toda la iglesia a práctica de la penitencia inherente a ella.
En primer lugar hay que decir que la gran solemnidad era efectivamente la Pascua, y que el acontecimiento que le daba mayor solemnidad, y sobre todo expectativa, era el Bautismo de los catecúmenos (los que iban a catequesis), que a partir de ese momento pasaban a ser cristianos, a los que por ser recientes se les llamaba neófitos (recién plantados). En este caso fueron los catecúmenos, los que venían de fuera, los que tiraron de la iglesia con fuerza. Mientras hubo catecúmenos, es decir gente que decidían pasarse a la religión cristiana, se mantuvo la presión de éstos sobre la iglesia. Ésta necesitaba presentarse con sus mejores galas ante los que llamaban a sus puertas. Los catequistas fueron decisivos para la creación y la alimentación de este clima de progresión cristiana.
Fue pues el hecho de que el Bautismo se preparase con vistas a la fiesta de la Pascua, lo que hizo que la preparación para esta gran fiesta se fuese perfilando y también alargando cada vez más: se trataba de ritualizar al máximo lo que tenía carácter de preparación práctica. Y así fue como fueron naciendo los ritos de la Semana Santa, de una alta densidad de enseñanzas, y cómo ese período de preparación se fue prolongando en la Cuaresma. No es que se alargase la preparación de los catecúmenos para el Bautismo, que era muy dilatada, y podía exceder el año de duración; lo que se fue alargando fue la ritualización de la preparación inmediata, que primero fue de un solo día, luego pasó al que aún se llama “Triduo Sacro”, los tres días sagrados (Jueves, Viernes y Sábado Santo), que mantiene su valor diferencial, y finalmente a toda la SEMANA SANTA. Pero no siendo aún suficiente, se alargó a la Cuaresma. No hay más que seguir el aspecto especialmente didáctico que tiene la liturgia del llamado Tiempo pascual, para comprender que se hizo a la medida de los que se preparaban para el Bautismo.
Obviamente los que estaban fuera llamando a las puertas de la iglesia para que les dejase entrar, no podían aventajar tanto en virtud y devoción a los que ya estaban dentro, ni podían darles lecciones. Por eso irremisiblemente la iglesia siguió a sus catecúmenos y tal como ellos fueron alargando los días de ayuno y penitencia para mejorar su preparación al Bautismo, ésta fue incorporando las prácticas piadosas de los catecúmenos al código de todos los clérigos y fieles. Al código oficial y a los ritos oficiales.
Pero fuera de la iglesia durante la Semana Santa los catecúmenos no estaban solos: estaban también, pero apartados para no contaminarlos, los expulsados por pecadores, los penitentes. Y éstos también tenían que seguir la catequesis y los ayunos y penitencias públicas para ser readmitidos a la iglesia. Aquellos se preparaban para el Bautismo, éstos para el perdón o indulgencia.
LA SEMANA DEL PERDÓN
Hemos de volver a los orígenes de las cosas para entender por qué son como son. En la iglesia primitiva el catecumenado (la preparación para el bautismo) ocupaba una parte muy notable de la liturgia y de la vida religiosa. Para ellos se instituyó la CUARESMA, en la que se intensificaba la preparación doctrinal y la puesta a punto del alma para recibir el bautismo en la Vigilia Pascual (Sábado Santo por la noche). Precisamente la liturgia de ese día está hecha a la medida de los catecúmenos. En cierto modo el bautismo y la penitencia iban ligados, porque en ambos casos se trataba de cumplir con los ritos necesarios para obtener la admisión o la readmisión en la iglesia. En ambos casos, el camino era la penitencia. Piénsese que los catecúmenos eran paganos que según los cánones de la iglesia habían estado viviendo hasta entonces en pecado y por tanto necesitaban la penitencia para aborrecer la vida que abandonaban.
Cuando no quedó ya nadie por convertir, el bautismo se administró el octavo día de la vida del niño. La mortalidad infantil era alta, y bautizándolos tan pronto se les abrían las puertas del cielo (si no, su lugar era el limbo). Quedaban solos por tanto los penitentes en las ceremonias de la penitencia y del perdón. No desapareció sin embargo la penitencia pública, que persistió como obligatoria hasta el siglo IX, con su solemne ritual. Pero tal como fue retrocediendo su obligatoriedad, fue avanzando su voluntariedad. La penitencia se sublimó y la asumió toda la iglesia como medio de purificación general.
Persistió de todos modos en los monasterios y en bastante medida en los señoríos de la iglesia la penitencia obligatoria (impuesta), que mantuvo vivo a lo largo de toda la edad media, e incluso más allá, la memoria de las antiguas penitencias. Los fieles que no estaban sujetos a esta obligación se mantuvieron en la práctica de la penitencia, sobre todo la cuaresmal, por devoción. Pasó ésta por tanto del ámbito de la administración eclesiástica al de las conciencias.
Pero las ideas de fondo seguían siendo las mismas, y los rituales de penitencia también se mantuvieron en buena parte durante siglos. Pero la conciencia del bien y del mal, de la virtud y el pecado ya estaba formada, por eso se sumó a la penitencia toda la iglesia. La liturgia dedicó a la penitencia general la cuaresma y en especial la Semana Santa. “Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale Señor. No estés eternamente enojado, perdónale, Señor”. Es el canto popular que domina todo el tiempo de penitencia, es la petición insistente del perdón.
Entroncando con la más antigua tradición penitencial, en que el Jueves Santo en unos lugares y el Viernes Santo en otros se concedía el perdón solemne a los penitentes que habían cumplido su penitencia (que a menudo era de varios años), y en recuerdo del pasaje de la Pasión en que se perdona a Barrabás, el delincuente que la plebe prefirió a Jesús, en algunos lugares se concede por la autoridad judicial la liberación de un preso uno de estos dos días santos en memoria de la Pasión y Muerte de Cristo, cuyo fin fue el perdón de todos los pecados. Es que el fin natural y el éxito de la penitencia es el perdón.
ENTRE LA CARIDAD Y EL AMOR
No ha sido nada fácil construir el amor en general, ni tampoco el amor cristiano en particular, que en otro tiempo se llamó caridad; pero la palabra se empobreció.
El cristianismo vino a infundirle alma a un mundo que, incapaz de mantener (manu tenere = tener de la mano) a la enorme masa de esclavos que había producido, los manumitió (manu-mittere = soltar de la mano); pero no para darles la libertad, sino para arrojarlos a la más abyecta miseria. Dio carta de naturaleza a la mendicidad (a la fuerza ahorcan) y movió el corazón de los cristianos, tanto de los que tenían como de los que no tenían, a la limosna, a la caridad. Nacieron los pordioseros (los que pedían por-Dios, por el amor de Dios). Fue un parche necesario, el único posible. Y la expresión más genuina de la caridad fue la limosna (elehmosunh / eleemosýne, del verbo eleew / eleéo, que significa compadecerse, tener misericordia. Es decir que la piedad, la compasión, la solidaridad con el necesitado eran la causa, y la limosna el efecto. Pero tan buena obra, con el paso del tiempo se quedó sin alma. Se daba sin caridad, sin el amor a Dios que reclamaba el pordiosero, y el amor al prójimo que predicaba la Iglesia. La palabra quedó hueca, y la obra también.
De la misma manera que la fe sin las obras está muerta, también están muertas las obras sin fe. Es lo que le pasó a la limosna sin la caridad. Sobre todo desde que ésta se ejerce oficialmente a través de los impuestos; desde el momento en que son los políticos los que ejercen la caridad con nuestro dinero, los que dan limosna a los menesterosos, es imposible que esa caridad tenga alma, y más imposible aún que la mueva el amor al prójimo. La decadencia de la caridad empezó cuando la gran Organización No Gubernamental que era la Iglesia, pedía limosna por los que no eran capaces de pedirla. Al principio de todo, cuando los pobres y la Iglesia eran una misma cosa, cuando fueron creados los diáconos, los servidores de los pobres, la caridad lo iluminó todo con su esplendor, porque la donación y el amor eran inseparables. Pero luego, al institucionalizarse la caridad primero en la Iglesia y luego también en las administraciones civiles, quedó la donación y desapareció el amor, aunque siguió llamándose caridad. Este fue el nombre latino (Cáritas) que se dio la gran organización de la Iglesia española para distribuir la ayuda nortemericana enviada a España para aliviar el hambre que siguió a la guerra civil. La caridad (porque si se llamaba cáritas es porque su objetivo era la caridad) de los americanos llegó a los famélicos españoles. La intermediación hizo la caridad muy eficaz, pero la vació de amor. El progreso de la justicia distributiva hizo cada vez más incómoda y más insultante la caridad. Bien estuvo ésta mientras no hubo alternativa. Pero desde que la alternativa exigible de la caridad es la justicia, la primera resulta ofensiva. Nadie admite por caridad lo que se le debe en justicia. En este sentido hemos de felicitarnos del retroceso de la caridad como forma de ayudar materialmente a los demás; ésta no puede ser el sucedáneo de la justicia. Pero tampoco sería bueno que la arrinconásemos como una antigualla. Hemos superado en buena parte las condiciones que hacen necesaria la limosna; pero la caridad no puede estar sólo en la limosna. Si hay que darla, unas palabras de aliento o de interés o de solidaridad ayudan muchísimo, acercan al necesitado, reducen o eliminan la humillación de estar tan abajo; la caridad percibida como acto de solidaridad, es más tolerable. Es una bendición. Y es mucha, muchísima la caridad que necesitamos todos.
ENTRE LA COMPASIÓN Y LA SIMPATÍA
Ayer se pedía la compasión (Miserere mei, ten compasión de mí), pero hoy se rechaza. Es que la hemos usado para hurgar en las heridas del prójimo.
Del mismo modo que preferimos el oftalmólogo al oculista, y el adontólogo al dentista, así también preferimos la simpatía a la compasión. Cuando queremos ennoblecer una cosa, el cuento por ejemplo, nos pasamos del román paladino al latín, llamándolo leyenda. Y si queremos asignarle una mayor elevación aún, nos aupamos al griego, dándole el nombre de mito. Es posible que tengamos en la palabra lástima el escalón más bajo de la compasión, que hemos elevado a su más alto rango en la simpatía. Empecemos, pues, por la lástima, que tiene su miga: para entenderlo, hemos de considerar en conjunto toda la familia de palabras de la misma raíz: lastimar, lastimado, lastimoso, lastimero, y lástima al final de todo. Llama la atención que el significado del verbo (lastimar) y de su participio pasado (lastimado) esté prácticamente en el lado opuesto de los adjetivos lastimoso y lastimero, y del sustantivo lástima. Estos últimos tienen que ver todos con la compasión, mientras que lastimar a alguien no sólo no tiene nada que ver con la compasión, sino que es su misma negación. Se trata de un fenómeno semántico rarísimo. Lo normal es que todas las palabras de un grupo léxico se mantengan en la misma línea significativa: apenarse y apenado están en línea con pena y penar. Tenemos, pues, que lastimar significa hacer daño, y en cambio el sustantivo lástima es el sentimiento de compasión que se experimenta a la vista de alguien que ha sido lastimado. El verbo lastimar (dice Corominas, y parece muy creíble) es un helenismo procedente de blasjhmein (blasfeméin) = blasfemar, previo paso por el latín vulgar blastemare. Es coherente este origen con el significado que sigue manteniendo de daño leve, cuando se trata de daños físicos, aunque se usa mucho más para referirse al daño hecho de palabra, ámbito al que pertenece la blasfemia (jhmi / femí, del que deriva fama, significa decir). Decirle a alguien que se siente lástima por él, o que te da lástima, no suele ser ni para halagarle ni para consolarle. Para eso, más vale la pena o la compasión, que no son tan crueles. Es una lástima que el mal uso, el empleo inmisericorde de estas palabras, las haya hecho tan dañinas. Se salva solamente la simpatía, que aunque significa punto por punto lo mismo que la compasión, goza de todas las bendiciones léxicas e intencionales. El fenómeno singular es que aquello que fue la mayor virtud del cristianismo, haya llegado a ser uno de sus vicios más odiosos, y que aquello que otrora fue caridad, haya degenerado en desprecio. Quizás ocurra esto a causa de que ha decaído otra de las virtudes angulares del cristianismo: la humildad. La cultura cristiana llevaba toda ella a la humildad: se propuso dignificar al esclavo y al dominado por el camino de la aceptación y la dignificación de la esclavitud y sus símbolos (la cruz era la pena de muerte reservada al esclavo), y a partir de ahí, de las demás miserias humanas: la pobreza, la incapacidad, la enfermedad (ahí están las bienaventuranzas dando el vuelco a las virtudes romanas). Pero resulta que la revolución francesa primero, y la volchevique después, culminaron el éxito de la cristianísima dignificación del esclavo evolucionado a trabajador: tanto, que pasaron a ser incompatibles los términos trabajador y humilde, que habían ido siempre formando pareja. La lucha de clases, último paso en la dignificación del trabajador, colocó a éste en las antípodas de la humildad. Para ventaja de los mejor colocados (los menos) y desventaja de los que quedaron atrás.
DE CARA A LA SEMANA SANTA
Para penetrar en el sentido de la Semana Santa, no hay como los textos litúrgicos. Son una revelación: nos descubren todo un mundo.
Seguimos en nuestro empeño de cada día por averiguar cuál es el sentido de las cosas que forman parte de nuestra vida y de nuestros intereses, para tratar de ver en qué dirección nos llevan. Por usar terminología actual, lo que hacemos es algo así como escanear las cosas mediante los nombres que les damos. Vale la pena, porque a menudo se nos desenfocan las imágenes hasta tal punto que no hay manera de reconocer lo que realmente son.
Algo así ocurre con la Semana Santa. Los referentes culturales y religiosos que le dan sentido están tan emborronados, que cuesta ya explicarles a las nuevas generaciones cuál es el espíritu que mueve estos días las manifestaciones de piedad o de cualquier otro nombre que quieran darle los sociólogos. Por eso, para que quien busque en la red referentes y explicaciones inteligibles, pueda hallarlos en las páginas de EL ALMANAQUE, hemos decidido añadir a la información sobre las variadísimas formas de celebrar la Semana Santa en distintas latitudes, los fundamentos religiosos y litúrgicos de las mismas. Es nuestra intención pues, además de seguir explorando el léxico que tiene que ver con los usos y los valores de la Semana Santa, ofrecer los elementos básicos de su liturgia; y dentro de ésta, los textos de las piezas de música sacra que se escuchan especialmente en esta época, y que se han convertido en clásicos indiscutibles.
Estamos seguros de que más de uno agradecerá encontrar en estas páginas el texto íntegro del Stabat Mater, del Vexilla Regis, de los cánticos del Domingo de Ramos (Hosanna Filio David, Pueri Hebraeorum, Gloria laus…); los textos de la Lamentaciones de Jeremías, del Oficio de Tinieblas; el florido Christus factus est, las bellísimas canciones eucarísticas del Jueves Santo (Mandatum novum, In hoc cognoscent omnes, Ubi cáritas et amor…), el Pópule meus del Viernes Santo, el Crucem tuam, el bellísimo Crux fidelis, la Oratio fidelium, también del Viernes Santo; el Exsultet del Sábado Santo, que precede a la Bendición del Fuego; la Bendición del Agua con sus Letanías; y el festivo Haec dies del Domingo de Resurrección, junto con el Víctimae paschali laudes.
Nos ponemos, pues, a la tarea. Pretendemos que ya sea que escuche uno la música gregoriana propia de este tiempo, o las composiciones polifónicas del barroco, tenga la oportunidad de encontrar aquí los textos con la respectiva traducción. Por la plasticidad que tienen las partituras gregorianas, y por la utilidad que puede tener el contar con la notación musical, muchas de estas piezas las presentaremos directamente escaneadas del Missale Romanum o del Liber Usualis. Procuraremos asimismo ofrecer el texto en español por lo menos de una de las cuatro Pasiones que se leen en los oficios de Semana Santa.
Fuente:http://www.elalmanaque.com/semanasanta/historia/indice.htm
martes, 30 de marzo de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario