jueves, 14 de mayo de 2009

Dos historias sobre montañas

Paulo Coelho

Aquí donde estoy
Después de haber ganado muchos concursos de arco y flecha, el joven campeón de la ciudad fue a buscar al maestro zen. - Soy el mejor de todos – dijo.

– No aprendí religión, no busqué ayuda de los monjes y conseguí llegar a ser considerado el mejor arquero de toda la región.

He sabido que durante una época, usted también fue considerado el mejor arquero de la región, y le pregunto: ¿había necesidad de hacerse monje para aprender a tirar?- No – respondió el maestro zen.

Pero el campeón no se dio por satisfecho: sacó una flecha, la colocó en su arco, disparó, y atravesó una cereza que se encontraba muy distante. Sonrió, como quien dice “podía haber ahorrado su tiempo, dedicándose solamente a la técnica”, y dijo:

- Dudo que pueda usted hacer lo mismo.

Sin demostrar la menor preocupación, el maestro entró, cogió su arco y comenzó a caminar en dirección a una montaña próxima.

En el camino existía un abismo que sólo podía ser cruzado por un viejo puente de cuerda en proceso de podredumbre, a punto de romperse. Con toda la calma, el maestro zen llegó hasta la mitad del puente, sacó su arco, colocó la flecha, apuntó a un árbol al otro lado del despeñadero y acertó el blanco.

- Ahora es tu turno – dijo gentilmente al joven, mientras regresaba a terreno seguro.

Aterrorizado, mirando el abismo a sus pies, el arquero fue hasta el lugar indicado y disparó, pero su flecha aterrizó muy distante del blanco.

- Para eso me sirvieron la disciplina y la práctica de la meditación – concluyó el maestro, cuando el joven volvió a su lado. – Tú puedes tener mucha habilidad con el instrumento que elegiste para ganarte la vida, pero todo esto es inútil si no consigues dominar la mente que utiliza este instrumento.

Contemplando el desierto

Tres personas que pasaban en una pequeña caravana vieron a un hombre que contemplaba el atardecer en el desierto del Sahara, desde lo alto de una montaña.
- Debe de ser un pastor que perdió una oveja y procura saber donde está – dijo el primero.

- No creo que esté buscando nada, y mucho menos a la hora de ponerse el sol, cuando la visión se hace confusa. Creo que espera a algún amigo.

- Estoy seguro de que es un hombre santo, en busca de la iluminación – comentó el tercero.
Comenzaron a comentar lo que el tal hombre estaría haciendo y tanto se empeñaron en la discusión que casi terminan peleándose. Finalmente, para decidir quien tenía razón, decidieron subir a la montaña e ir a hablar con él.

- ¿Está usted buscando su oveja?- preguntó el primero.

- No, no tengo rebaño.

- Entonces seguramente espera a alguien – afirmó el segundo.

- Soy un hombre solitario, que vive en el desierto – fue la respuesta.

- Por vivir en el desierto y en la soledad, debemos creer que es usted un santo en busca de Dios, y está meditando – dijo, contento, el tercer hombre.

-¿Es que todo en la Tierra necesita tener una explicación? Pues entonces me explico: estoy aquí solamente mirando la puesta del sol, ¿es que eso no basta para dar sentido a nuestras vidas?

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