miércoles, 8 de junio de 2011

El Conde Abraños: de política y politiqueros

Por Luis R. Decamps R.
El autor es abogado y profesor universitario
lrdecampsr@hotmail.com

Bajo el título de “El Conde Abraños”, José María Eca de Queiroz, probablemente el más exquisito de los cultores de la novela portuguesa del siglo XIX, escribió una filípica descarnada e impiadosa -valga el énfasis casi redundante- contra la política de clientela y sus consabidos operarios.

“O conde Abranhos” (del original en portugués), en efecto, más que una obra de orfebrería e ingenio verbales destinada a darle aire de salón y cetro de honor a la sátira, más que vivo cráter literario de cuyas entrañas brota a raudales la ardiente lava del realismo crudo y el humor punzante, es una invectiva ingeniosa y penetrante dirigida a caracterizar y escarnecer a cierto tipo de político del Portugal decimonónico.

La estructura formal del libro es la de una biografía novelada (dando cuenta de “la vida y hazañas” de “don Alipio Severo Abraños”, político y petimetre mejor como “el conde de Abraños”), esculpida -que no simplemente escrita- por la pluma grotescamente servil de su secretario particular, el señor Z. Zagallo (“Zagallito”, en el lenguaje familiar del conde, que no deja de recordarnos al “Braguitas” de don Benito Pérez Galdós).

El señor Z. Zagallo, dicho sea sin ánimo de ofender, es un individuo tonto hasta la absurdidad, estúpido hasta la demencia, chupamedias, medio paranoico y, por lo demás, profundamente convencido, en su ignorancia catedralicia (como todos los lambiscones peleles del mundo), de la “grandeza” de su burdo y mezquino jefe. Por eso, al acaecer el deceso de su “amado guía”, se empeña en la tarea de “elevarle un monumento espiritual”, es decir, escribir su biografía, “obra de erecta lealtad y viva adhesión” que acomete con irrisoria prontitud de vasallo: cuando aún no se han marchitado las últimas flores colocadas en la tumba de aquel “ilustre varón”.

El coolí escribe poseído por un graciosísimo espíritu pasional, asumiendo una defensa intransigente de la vida, las infelicidades mentales y las licencias de su patrón, transmutándolas, con filosófico talante de siervo y viscosa verborrea de bufón, en supremas “realizaciones” y sublimes “virtudes”. Y así, el texto es, al mismo tiempo, receptáculo y proyector de una sincera devoción perruna que -no tanto por lo estrafalaria sino por lo cretina- es caldo nutricio para la constante hilaridad del lector.

La idea, conforme a la confesión abierta del plumífero, es la de “construir palabra a palabra” semejante monumento “por puro deber patriótico” y, por otra parte, sin ánimo alguno de rivalizar con el escultor Craveiro, que trabaja en ese momento, a instancias de la viuda, en un estatua para ser colocada en el mausoleo del “grande y glorioso difunto”.

El conde de Abraños, por supuesto, si auscultamos su conducta detrás de la áulica cháchara de su estrambótico secretario, era un hombrecillo tartufiano, melodramático e inescrupuloso, más dado a la vacuidad sentenciosa de la palabra que a la virtuosa riqueza de los hechos, amante y oficiante de la deleznable ética de los buitres, incapaz de concebir una idea brillante o de anidar un sentimiento verdaderamente piadoso. Ciertamente, se trataba casi de un descerebrado (no sólo exhibía una orfandad total de concepciones sino que también tartamudeaba y tenía dificultades para hilvanar correctamente tres o cuatro oraciones corridas), y encarnaba al oportunista avispado, pero sin estilo ni maestría: torpe y cobarde como una rata de barco en la hora infortunada del naufragio, y fanfarrón y bullicioso como un payaso en el frenesí de la victoria.

En la práctica, el conde estaba más arrimado a la racionalidad del mercader que a la del político oficiante. De ahí que sostuviera con orgullo en sus disquisiciones de aposento que la política debe “servir para hacer riquezas, no para desbaratarlas” (se refería, desde luego, a las riquezas personales y familiares, no a las sociales, colectivas o estatales), y a tono con semejantes “convicciones” el hombre era un verdadero saltimbanqui, un “bailarín” del quehacer político, un arribista consumado: saltaba desde el partido de oposición al partido de gobierno en cualquier momento. Todo era cuestión de conveniencias y coyunturas, es decir, para usar su lenguaje, de lo que conviniese a los “sagrados intereses del país”, que por cierto siempre coincidían extrañamente con los suyos en particular.

Naturalmente -esto no podía faltar en un personaje de este calibre-, el conde mostraba en público ciertas apócrifas pretensiones o inclinaciones intelectuales, y aún cuando jamás logró escribir nada de calidad (en verdad, según cierto crítico, era “un granuja, un pedante y un burro”), su nombre aparecía muchas veces en las páginas de la prensa (ya en calidad de personaje o de hecho noticioso, ya en condición de articulista o escritor) porque los periódicos eran propiedad de sus amigos o, como ocurrió en el caso del diario La Bandera, en razón de que él era uno de sus más importantes accionistas.

La filosofía que informaba el comportamiento vital y el accionar social cotidiano del conde era bastante singular. He aquí una síntesis de sus creencias al respecto: “...todo hombre tiene vicios, pasiones y perversidades... Ahora bien, su deber es disimularlos para exhibirse ante sus semejantes como un ser coherente y de equilibrio perfecto”. ¡La “simulación en la lucha por la vida”, de la que hablaba José Ingenieros! ¡La mascarada “como plataforma moral de toda política”, según la famosa frase de Rudi Dutschke! ¡La doblez y el cinismo “elevados a la categoría de doctrina existencial”, como refería críticamente Jacques Maritain!

¿A quien nos recuerda el conde de Abraños? ¿A Maquiavelo, el reflexivo escribano florentino que virtualmente creó y nos legó la escuela de la “realpolitik”? ¿A Fouché, el siniestro ministro de interior del Directorio francés que incorporó la delación al oficiado de la política? ¿A Bobadilla, aquel “corcho” legendario del siglo XIX dominicano que fundó entre nosotros la racionalidad política del oportunismo? ¿A ciertos “dirigentes” partidarios de la actualidad nacional e internacional que se han especializado en el arte de la demagogia, la hipocresía, el latrocinio y el arribismo? La elección aquí es libre, y se deja a la imaginación.

Con respecto a la gente, el conde igualmente atesoraba “convicciones” muy particulares. Las siguientes son ilustrativas: “...el pueblo es como uno de esos elefantes que se dan en la India, que son de una fortaleza indomable y de una ingenuidad grotesca al mismo tiempo”. En consecuencia -recomendaba fervientemente a sus amigos y conmilitones- al tratar con las masas populares se debe partir siempre del siguiente “principio” cardinal: “...no hay que combatir a un monstruo inventado cuando puede resultar tan fácil engañarlo por las buenas”.

Desde luego, esas “brillantes ideas”, al decir del señor Zagallo, mostraban claramente al “hombre de genio” que fue el conde Abraños, un “político de fino olfato” y un “exitoso hombre público” que supo como nadie “interpretar” las interioridades del alma popular y, al mismo tiempo, “sentar cátedra” sobre los “tortuosos recovecos de la lucha política” y sus muchas veces secretos enmadejamientos y proyecciones factuales.

“El conde Abraños”, en suma, en la más pura tradición realista, es una novela de verbo directo, urticante y divertido que intenta con bastante éxito radiografiar la vida política portuguesa de las postrimerías del siglo XIX: en ella Eca de Queiroz, como maestro del género, no sólo describe magistralmente a personajes y realidades de su época sino que, simultáneamente, hace una crítica aguda y pimentosa que, acaso, deba ser extendida a buena parte del quehacer político posterior: aquí, allá, acullá y allende los mares… Que conste, empero: cualquier parecido con la realidad política dominicana de hoy es, sonrisita aparte, pura coincidencia.

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